La primera lección me la dio el escritor Augusto Monterroso: Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Pero ya antes había leído la poesía china de Li Bai, más conocido como Li po, el poeta del vino y la luna, quien me enseñó la gran posibilidad de decir mucho con poco, como lo atestiguan sus ideogramas que contienen la mejor poesía de su tiempo.
Después vino el haiku japonés con su absoluta brevedad, que conjuga el poder de la imagen encerrada en una cárcel de cristal, de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, que eternizan y hace bella esa misma imagen. Claro, todo de la mano del gran poeta Matsuo Bashó. Pero, ojo, ya estaba advertido por el poeta nadaista Jaime Jaramillo Escobar, quien me dijo desde uno de sus libros: “… frecuentemente se reinventa lo que ya estaba inventado a causa de la desinformación del experimentador”.
Y un día cualquiera cae en mis manos el libro “La oveja negra” de
Augusto Monterroso, libro de fábulas que confieso me dediqué a buscar entusiasmado por mi admiración por este hombre sencillo, magistral y de una irónica sabiduría. No hubo decepción alguna. La fábula aplicada a las debilidades humanas, pero lejos de la moreleja antigua donde todavía se extravían los cultores modernos de este género, que no han aprendido que el lector es más inteligente que uno.
Todo esto sin contar con la lectura de Kafka, Borges, Arreola, el mismo Benedetti, también los cuentos zen, de autores anónimos, cuya profundidad de la vida está acariciada por la simpleza de las pocas palabras utilizadas, muy emparentado todo ello con una filosofía del
saber vivir.
Pero el golpe mortal me lo asestó el manejo de lo absurdo que hace Samuel Beckett en su obra. Nadie que lea con juicio a este escritor irlandés volverá a ser el mismo. Leyéndolo recordé aquella frase que decía: la vida es irónica y el hombre absurdo. Desgraciadamente no hago justicia a su autor, porque no recuerdo su nombre y por mucho que lo he buscado, no lo he encontrado.
Ah, y la deuda que todos los escritores colombianos tenemos con Gabo, quien nos enseñó que la escritura es un oficio, donde la mejor herramienta son los de la carpintería, para limpiar y pulir al extremo cada escrito.
Entonces me di a la tarea de darle a cada palabra una precisión exacta, como apretar la tuerca hasta donde no se pueda más. Era buscar el significado estricto, la semántica llevada al límite, devolverle a la
palabra su importancia, su valor, el mismo que, pienso yo, ha sido mancillado por la brutalidad de su uso.
Cuando terminé el libro, por lo menos en su primera parte, porque sé que las historias seguirán, medité en otras palabras de Monterroso: Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Una última recomendación, esta sí mía: En un plano vacío, un simple punto que caiga, es la manifestación de la vida.
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