sábado, 26 de julio de 2014

De mi libro: Contra toda evidencia, el cuento.

El ruido

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Si tan solo estuviera fuera de mi cabeza, pero se ha apoderado de todo mi ser. Puedo escuchar como rastrilla el obrero la pared, monstruo sádico para reventar el mínimo nervio, y el vendedor de milagros con su prueba de lo contrario, arrastrando su grito a fuerza de paso, metiéndose en mi oído, atravesando la tapia que en realidad no me protege de nada. Parecen confabulados, obrero y vendedor, vendedor y obrero en sinfonía maldita: ruido y palabra. Y no sé concatenar una frase limpia sin la puntuación criminal de un grito inesperado, cuando una licuadora forma un trío de espanto: uno que entra, otro que sale, otro que llega y me cuelga inerme un pensamiento abortivo, y estoy aquí, al lado del tipo que tortura el muro, al lado del voceador de la carreta con su parlante incorporado para hacer más efectiva la saeta, junto al artefacto que juega con su filoso remolino sintiendo cómo despedazan lo poco que queda de mi silencio. 
De pronto se esfuman los tres y no alcanzó a comprender ni a degustar este paraíso momentáneo cuando un golpe seco retumba en mi lucidez. Sin moverme puedo ver al albañil aporreando impune los ladrillos, tumbando mi primer pensamiento coherente, el cual no puedo usar porque ya no recuerdo cuál fue. Entonces soy un eco sentado en un sillón, devolviendo el sonido que se filtra por los vidrios como en clave de morse, tic-tic, tic-tic, sin transmitirnos nada, o sí: acá estúpido trabajando por la modernidad, aquí idiota sentado grabando y escupiendo el retumbe…  
Sonido en la puerta, salgo de la habitación, nudillos, nudillos, desesperada la bestia, uniforme de cartero pregunta:
―¿Señor Amalet?
—No.
―Pero me dijeron…
—¡Qué no!

Escapar de otro villano, con el alivio pisándome los talones, fugaz regreso a la silla. Cuando hago conciencia que de nuevo sigue allí el gong del martillo, me desplomo con un libro que hasta ahora me doy cuenta que tengo en la mano: «Prometeo encadenado». Miro la página separada por un dedo dormido, número diez, y entre el bang, bang trato de recordar algo de lo leído, inútil, he pasado por encima, sin memoria, solo ruido, el maldito ruido… ¡Silencio!, un bache de silencio inesperado, una bocanada de descanso… ¡Qué va!, allí está de nuevo el hijueputa, dale que te dale, más duro, con más soberbia, con más… ¿Qué fue eso? Un malparido en motocicleta, exosto roto, ego podrido, ruido desgarrante, otro tipo de asesino, asesino de mis oídos, de mi tranquilidad, de mi derecho a leer mi condenado libro. Y va quedando un vibrato sostenido de maza y motor que juegan en mis tímpanos como onda interminable, ola que llega y trae desazón y una sarta de pensamientos criminales de golpear también, de aplastar esas máquinas infernales de ruido… ¡Perros!, ladridos, gruñidos de pelea, dentelladas por una hembra callejera en celo, manada circunstancial que va tras el olor, ella que se detiene cansada por el acoso y el más urgido trata de montarla y otra vez el frenesí de mordiscos, amenazas, huidas, y la perra reinicia su peregrinación hacia la perpetuación de la especie seguida de su séquito de voluntarios, bullicio que se aleja y el libro abierto nuevamente donde los ojos se clavan sedientos sobre el primer párrafo, que en esta mañana lo he reiniciado varias veces sin lograr comprender un ápice de su sentido.
 Mi cabeza es un laberinto de sonidos exasperantes, ramificaciones de conceptos incoherentes. Al instante en que el martillo tumba parte de la pared, el libro va a dar al fondo del cuarto con sus hojas abiertas al azar y una carátula de Prometeo fuego en mano. Suena el teléfono con su máximo repique, siendo que yo le había bajado el volumen para que no interrumpiera mi lectura, pero alguien lo subió y ahora patea inoportuno, como inoportunas son todas las llamadas telefónicas del mundo. Escucho la voz grave de Eulalia, la dueña de la casa, decir algunas palabras que no alcanzó a entender, después su caminar pesado hacía mi puerta, su mano tosca en la madera y su voz impertinente:
―Señor Amalet, lo llaman por teléfono.
—Usted sabe que no respondo llamadas a esta hora.
―Es de la embajada, dijeron que era importante.

No recuerdo haber solicitado trámite alguno en ninguna embajada, y, además, me pareció sospechosa la eficiencia de esta oficina cuando ellas tienen las características propias de la burocracia. Vacilante me acerqué al teléfono:
―¡Aló!
—¿Señor Amalet?
―¡Sí!
—Le hablamos de la Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica, lo llamamos para notificarle que su solicitud de visa ha sido rechazada…
―Pero si yo no he solicitado ninguna visa…
—De todas formas no lo queremos por acá.

Lo que más me molestó fue la estridencia de la voz de esa mujer y cómo reventó el aparato en mi oído, me hubiera gustado cantarle algunas verdades, pero no me dio tiempo. Después tuve que encontrarme con la mirada inquisidora de Eulalia, esperando noticias que no le interesaban en lo absoluto:
―¿Qué pasó?
—Pues nada.
―No me diga que se va.
—No le digo.

En ese instante comenzó de nuevo el martillo, más persistente, más osado, haciendo dúo con las peguntas de mi casera, como si fuera un elemento cavernario de puntuación. Me escabullí a la habitación para evitar responder preguntas cuyas respuestas yo mismo ignoraba. 
Cerré la puerta y me tumbé en la cama aún desordenada, la idea era evadirme aunque fuera mentalmente de este caos de tímpanos reventados, y sí, comencé un viaje a lo más profundo de la imaginación, me veía caminar por un sendero del bosque, donde la tranquilidad era total. Pude verme sonreír plácido mientras caminaba entre árboles suya sombra fresca me protegía del sol de la mañana. Así seguí un buen trecho cuando al girar una curva, ahí, al borde del camino, un joven baterista me esperaba con sus baquetas en el aire listo a darle al instrumento. Apenas me divisó comenzó a tocar con saña la betería; parecía poseído por una fuerza extraordinaria, sus manos iban y venían frenéticas, sus pies me hicieron pensar en los caballos al galope. El violento sonido me golpeó duro en el rostro. Me llevé las manos a los oídos y caí de rodillas pidiéndole al músico del infierno que se detuviera. Fue el momento en que abrí la puerta y le pregunté a doña Eulalia qué era ese escándalo tan espantoso.
―Es el niño que está escuchando su música. 

El «niño» era el vago de su hijo, un universitario de 30 años, graduado en todos las carreras que nunca terminaba, porque su vocación, según sus propias palabras, era la música heavy metal.
―¿Y a usted no le molesta ese ruido?
—Digamos que sí, pero todo sea por el arte del niño.

Sí, todo sea por el arte de vivir y no reventar de una vez en medio de esta jungla de hierro, concreto y mutantes agresivos, cuyo único lenguaje es el grito destemplado. Cierro la puerta, recojo el libro del suelo y lo tiro a la cama. Me siento en el piso, me tapo los oídos con los dedos, tomo forma de loto y empiezo a hacer meditación para buscar en mi interior un pozo de silencio. Inicio con algún mantra que sea como cortina protectora contra los ruidos exteriores.
Una película pasa ante mí, me veo de todas las edades, poco silencio, las maestras dando órdenes, gritando sus preceptivas. A mi abuela advirtiendo, a mi padre persiguiendo, a mi madre castigando. Se carga otro rollo, veo a un niño asistiendo a las trifulcas del barrio,  los viajes a ciudades delirantes, a los autos pitando, a la gente caminar mecanizada y mucho ruido, mucho roce y embestida. Voy entrando lentamente en una zona neutra, pacífica, donde no existen los martillos, ni las motocicletas, ni las embajadas, ni las beterías, ni las caseras…  
―¡Señor Amalet! ¡Señor Amalet!

Siento que doña Eulalia me persigue hasta en las meditaciones. Abro los ojos y allí sigue con su voz acaramelada…
—Señor Amalet, lo busca su amiga.
―¿Cuál amiga?
—Su amiga, usted sabe…

Abro la puerta y Durcal entra sin esperar invitación, lanza su cartera a la cama y sin cuidarse de la presencia de mi casera, me dice:
―Estoy embarazada.

Ruido sin fin, ruido del alma, la gente entrando y saliendo, tirando las puertas, haciendo sonar los timbres, los teléfonos repicando, los vendedores golpeando por las ventanas, las emisoras atacando con sus letales comerciales, las conversaciones encima, voces y más voces, labios que se mueven, manos en ademanes para reforzar las palabras que ya no sirven porque perdieron su significancia, las bocinas de los largos gusanos del semáforo, la gente que se pelea, las construcciones, las máquinas, la tecnología, la automatización del ser y todo vibrando en un eco diario, persistente, descontrolado, las guerras, los discursos, la economía, la miseria, el hambre, los cementerios y este bunker ineficaz, donde todo llega y nada me salva. «Prometeo encadenado» en la cama, cerca de una cartera de mujer, que seguramente contiene un diagnóstico de «positivo», el martillo que vuelve, un vendedor de traperos haciendo temblar los vidrios, las cuentas por pagar, la batería del «niño» y toda la bulla acumulada de la vida en metástasis, como un infarto del ser, y la voz lejana de doña Eulalia que me alcanza…
—Señor Amalet, ¿se siente bien?, ¿le pasa algo?

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