Éxodo
Por Juan Carlos Céspedes Acosta
El viento la traía en sus hendijas,
agazapada, silenciosa, voraz. Pasaba al lado de uno, invisible, y se quedaba en
la piel, en los labios, entonces el sabor de la tarde era diferente y había que
salivar para librarse un poco de su presencia. Todo le pertenecía; estaba en
todas partes. Las casas cerradas, las ventanas clausuradas a cualquier ojo,
pero ella entraba indómita, libre de obstáculos, se podría decir que atravesaba
las paredes, que utilizaba al sol, al aire, y se metía y hacía suyo los
espejos, los cuales iban tomando una costra gris que impedía que la gente se
viera entera. Era como si se estuviera comiendo a las personas. Lo supe un día
en que no pude peinarme, solo alcancé a ver media cabeza, la otra parte era una
figura extraña que se extendía por la superficie del espejo. No dije nada a
nadie. Nunca nadie dijo nada.
Se fue
haciendo cotidiana, simple, como las gallinas que un día desaparecieron. Muchos
decían que era importante para el pueblo, que mejoraría la vida de todos.
Cuando los pájaros comenzaron a desviar su vuelo, estuve seguro de que no era
cierto aquello. La soledad se iba apoderando de las calles, las puertas tapaban
los huecos de las casas que siempre estuvieron abiertas. Una iglesia terca
peleaba sola son el sol de las tres de la tarde, con una campana que llamaba a
quien no iría a su encuentro; solo el óxido se quejaba desde la torre que la
veía venir en silencio, galopando en las fisuras del aire llegado del mar.
El
cementerio se fue llenando lentamente de tumbas blancas, con cruces artesanales
de cemento, gente que iba perdiendo el nombre y se iba rezagando de la memoria
de los que sufrían callados el embate de ella, la que se adueñaba de la tierra.
Un día de
sed metí mi jarro en el agua y un sabor a océano invadió mi boca. Escupí como
pude. Allí estaba, una fina capa en la superficie del agua. Salí a la calle a
denunciarla al primero que viera, sin embargo, un ramalazo de sol ardiente me
pegó en el rostro, una calle larga y solitaria se me perdió en los ojos. Por
una esquina cruzó veloz un niño, creo, si me ponen a jurar, no estaría seguro
de haberlo visto. Podría haber sido una visión, el efecto de tanta soledad y
tanto silencio para uno solo. Me dejé caer en el pretil de la casa, un sudor
pegajoso me corría por todo el cuerpo, un calor que me disminuía, como si el
objetivo fuera desaparecernos, acabar con la resistencia de los habitantes del
pueblo. Una anciana atravesó a la distancia la calle polvorienta, llevaba la
cabeza cubierta con una cofia, o algo parecido; era una aparición, estoy
convencido, no es posible evaporarse con solo un cerrar de párpados. Allí
estaba, ahora ya no…
¡Los
Perros! ¿Qué se hicieron los perros? ¿Cómo puede haber una tarde sin un ladrido
de perro?
Las casas
comenzaron a quedar solas; cualquier mañana sin gallos las ventanas fueron
selladas. Todo estaba en su poder. No hubo despedidas, nadie quería explicar porqué
se iba. Después las casas empezaron a quejarse por las noches con un lamento de
lobo hambriento, y uno se aferraba a los trapos de las camas como único
salvavidas en medio de la oscuridad. Las ventanas desprendidas golpeaban las
paredes como carcajadas y tuve la certeza absoluta de que nosotros también
terminaríamos vencidos y huyendo por el primer camino que apareciese a nuestros
pies.
Al día
siguiente toda la casa estaba cubierta con una fina capa blanca, los muebles de
madera habían cambiado de color; era ella afirmando que todo le pertenecía.
Salimos de la casa, afuera la soledad había apretado sus espuelas y era tan
espesa que no había voz para cortarla. A lo lejos vimos una familia empujando
sus pocas cosas y un reguero de nostalgias como huellas marcando el rastro que
otros no tardarían en seguir.
Por primera
vez en mucho tiempo la campana estuvo silenciosa, la iglesia había sucumbido
con todas sus oraciones. El sacerdote, de quien nadie se acuerda ya, trancó por
dentro sus misterios y huyó despavorido con su propio cáliz y un exorcismo
malogrado a cuestas.
En el
parque asustaban, era como si nunca un niño hubiese trepado a sus columpios, o
bajado por el tobogán. Todo era herrumbre; su sello de poder sobre nosotros.
Jamás nadie caminó una plaza más solitaria como ese día lo hice yo. Estaba tan
solo que los árboles sin hojas miraban con sus ramas hacia donde no podían
huir. Por primera vez no tuve sombra, era otra aparición más lista para la
diáspora. Esa tarde todo estaba decidido, cerraríamos el corazón y partiríamos
lejos, donde el poder de la sal no nos alcanzara.
1 comentario:
Excelente Juan Carlos, el manejo de la voz y la contundencia del final.
Alicia.
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