domingo, 31 de agosto de 2014

De mi libro: Contra toda evidencia, el cuento

Fiona

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Fiona solo quería vivir. Todos sus intentos por escapar le parecían absolutamente naturales. Esa mañana se levantó deprimida, se asomó a sus ojos y no le gustó lo que vio. Quizás fuera la mala noche que tuvo, rodeada de gente aburrida, acartonada, ligera de palabra, pura frase de coctel, cuidando cada cual el puesto alcanzado a punta de lisonja.
Allí en la cama está Helena, semidesnuda, dormida en su maquillaje, de una belleza inquietante, de piel blanca y cabello negro. Una conquista de oro, hubiera pensado cualquiera. Fiona la mira y recuerda las pocas palabras que utilizó para traerla a su apartamento:
      ―Siempre he querido llevarte a mi cama —le dijo.
      ―¿Quieres verme dormir? —contestó Helena. 
     ―Podríamos descubrir muchas cosas —insistió Fiona mirándola de frente.
      ―Nada que ya no haya sido descubierto —dijo Helena.
      —Todavía hay lugar para la sorpresa ―dijo Fiona como lanzando un reto.

Después las copas, las risas, los comentarios sobre sus respectivas carreras, el roce sutil de las manos, las miradas cómplices y una retirada sin testigos. 
Fiona esperaba en el auto, fue la primera en escapar. Pocos minutos y aparece Helena, con paso rápido y toda la sensualidad siguiéndola de cerca. Abre la puerta, entra y se pone cómoda. Fiona no espera y le besa la boca.
      —Contrólate, por favor, nos pueden ver.
      El motor ruge y el carro se lanza en busca del resto de la noche.

Fiona entra al baño, da un vistazo a la cama donde Helena sigue dormida, cierra la puerta y se para frente al espejo, toma su cepillo de dientes, le pone dentífrico, abre el grifo y comienza a cepillarse. De pronto se encuentra con sus ojos, lánguidos, infelices. Se detiene, acerca el rostro al cristal y entra…
      ―Deja que me ponga la ropa de mi mamá.
      —Apúrate,  no quiero que nos vean ―dice su vecino ya desnudo.

Resurge del espejo y continúa lavándose la boca. Ahora solo le preocupa cómo deshacerse de esa mujer que aún duerme en su cama. Después de cada aventura, de cada conquista, se siente más vacía. No puede negar que se divierte poniendo en práctica sus métodos de seducción, escogiendo con cuidado cada palabra, cada gesto, sin dejar de reconocer que su belleza natural le facilita las cosas. Pero para qué engañarse, lejos está de ser feliz.
Sale del cuarto de baño en una bata de satín con motivos orientales, se acerca a la cama donde Helena sigue dormida. Observa cómo esa cabellera parece un abanico azabache expandido sobre la almohada, siente un poco de envidia. Se pone a su lado y con una mano comienza a acariciarle la cabeza, no es que se sintiera especialmente tierna, sino que tiene por costumbre cerrar sus relaciones sin preguntas embarazosas ni escenas dramáticas.
      —Despierta, nena.
Helena abre los ojos, se estira, se quita de encima la sábana que la cubre y deja ver su cuerpo desnudo. Fiona lo recorre con la mirada, pero ya sin el deseo con que la abordó anoche. Simplemente la ve como un cuerpo neutro, como si fuera una bella muñeca.
      ―¿Qué hora es? —pregunta Helena.
      ―Es tarde —contestó Fiona―. Vamos y te llevó para que te cambies de ropa. No quiero que tengas problemas en el trabajo.

Helena se levanta y va al baño. Entra, cierra la puerta de vidrio tallado. Fiona se queda sentada en la cama. De pronto siente toda la soledad del mundo, casi que se echa a llorar. Las cosas no estaban funcionando como había pensado. Una tras otra pasaban por sus brazos, bellas mujeres, sin duda, sin embargo, un sabor indescifrable le quedaba en la boca, un hueco terrible en mitad del pecho. Extiende un brazo hasta la mesita de noche, saca una cajetilla de cigarrillos y un encendedor, toma uno, lo lleva a sus labios y le da fuego. Una larga bocanada se pierde por la habitación. En el baño el agua se desliza por el cuerpo recién amado de Helena.
      A través de la puerta de vidrio se escucha la pregunta:
      ―¿Dime si llené tus expectativas? 
      —Totalmente ―responde Fiona mientras dispara otra bocanada de humo.

Cierra los ojos y puede sentir la boca fresca y tibia de Leonardo, sus manos suaves quitándole la ropa, el corazón despavorido y su cuerpo urgente abriéndose a él. Un leve dolor y su propia voz suplicante:
      —No lo hagas tan duro.
      ―Está bien, pero tu mamá puede llegar en cualquier momento.

Juntas bajan las escaleras, Helena adelante, seguida de Fiona que trae la llave del carro haciendo giros en un dedo. Llegan al parqueadero y suben al auto. Ahora es Helena que besa a Fiona en la boca, y mientras le pone una mano en el sexo le dice:
      —Nunca había salido con alguien tan varonil como tú.
Fiona guarda silencio. Mete la llave en el contacto y enciende el carro. Salen del edifico rumbo a la calle, en su cabeza quema el recuerdo:
      ―¿Sabes cuál será mi nombre desde hoy?  
      —No, ¿cuál? ―dice Leonardo.
      —Fiona.
      ―¡Pero Fiona es nombre de chica!

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© Todos los textos son de propiedad exclusiva de Juan Carlos Céspedes (Siddartha)

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