martes, 19 de agosto de 2014

Del libro: Contra toda evidencia, el cuento

Animalario

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Entrar a un bar no tiene nada de especial, pero si llevas un arsenal de animales la cosa cambia. Para Esteban, el de Cádiz, ello era rutina. Cualquier día podías verlo cruzar las puertas de un bebetorio, acompañado de su arca, con la simple e inofensiva intención de tomarse unas copas. Lo hacía sin ceremonia, como lo más natural del mundo. Llegaba, se hacía sitio en la mesa más íntima, quizás por su inveterada timidez, y enviaba  a sus canarios a pedir un trago de brandy. Los dependientes lo conocían y les hacía gracia su forma única de pedir los tragos. 
Cuando el cantinero entregaba el pedido era imposible no deleitarse viendo al cuervo graznar dando las gracias. Una mano a la copa y dejarla caer de un solo, entonces el lobo se hacía sentir con un aullido de triunfo, momento en que todos los clientes miraban hacía la mesa del fondo, donde el camaleón, cambiando de color, a lengua pedía el segundo. Esteban se sacudía de bueno y las hormigas le bailaban en los zapatos un rock de los sesentas. 
La tercera era el turno de la iguana; apreciarla en dos patas y con paso arisco ir al mostrador, tamborilear con sus uñas la espera causaba asombro en los parroquianos, que a esa hora del abandono, se repartían mancomunadamente sus soledades. A Esteban no le gustaba que otros hombres le sirvieran. Pero no todo era fácil, le costaba harto trabajo mantener quieta a la pantera, que se salía de medías; esta tenía que conformarse con morder las patas de la mesa, aunque hubiera querido darle un zarpazo al rollizo vecino de la izquierda, que con una dama de última hora, disipaba su bragueta de tres y treinta de la tarde. 
El cuarto trago era el de la trampa, porque nunca llegaba intacto, todos sabían que en el trayecto el «chimpa» se empinaba. Esteban siempre lo perdona, pues no le gusta emborracharse solo. 
A la quinta copa las serpientes le sobresalían por las suelas, y su hablar se alzaba y miraba desafiante a quienes llegaban tarde, que en su código equivalía a arribar después de su tercera copa. Toma su trago y lo despista con un zas que apenas deja vidrio.  A estas alturas la mesa tiene tres patas. Su gato siamés se le escurre de la nuca y atisba con su olfato las feromonas de la dama vecina, toda húmeda ella por las palabras y manos rastreadoras del inspirado amante. Nada que un trago no pueda hacer olvidar. 
El fuego del brandy aviva las heridas que cierran costuras todos los días, reabiertas puntuales por las copas animadas de las tardes. El tambor de la copa vacía en la mesa, ojos de curiosidad de la cantina hacia ese hombre solitario que ahora canta una canción. Si supieran cómo vivo, grita un gorrión, si supieran cómo duele un corazón vacío. Los empleados lo conocen y saben que después de esa canción del pecho le saltarán los tigres, que ya no le obedecerán, y tumbarán las sillas, voltearán las mesas, pondrán a las palomas a perseguir botellas en el aire, dejando estelas escritas con versos de Rafael Alberti, que alguna vez estuvo en este bar de esquina. 
Todos se irán al piso como si fuera la tercera guerra y llamarán a la guardia a recoger, uno a uno, a los animales de Esteban, que no reconocerán dominio de quien no tenga el canto quebrado de la angustia mojada en vino. 
Se escuchará el nombre de una mujer en sus labios, golpe viril del pecho en un «do» de puñalada, que algo se le rompe por dentro a Esteban cuando las copas le hierven precisas. Cándida, grita, nombre de la mujer que todos en el bar saben lejana, causa del rito diario del brandy y de esas flores muertas que Esteban escupe con sangre de despedida. 
Después de las trompadas, la camisa desgarrada, las esposas puestas, la solidaridad tardía de los testigos y una lágrima furtiva en la mesa de al lado, los animales corren a esconderse en el cuerpo aporreado del pendenciero.
Por ahora canta la canción, que según él, compuso Alberti especialmente para Cándida un sábado de abril. 
El cocodrilo de la mano derecha sujeta con fuerza la copa, que pareciera partirse de un momento a otro. Su voz es un sostenido profundo, ardiente, destilado de malquerencia, de una noche después del trabajo, llave en la cerradura de una puerta abierta para nunca, sala vacía y alcoba disparada de  un improviso viaje. 
Esteban, boca abierta, por donde le entraron los animales de la soledad, que cantan con él todas las tardes del brandy.

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