martes, 5 de agosto de 2014

Del libro de cuentos: Contra toda evidencia, el cuento

Hombre de bruma 

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

En  diez minutos se cumplen exactamente cuatro años. 
Estás allí, leyendo el periódico, ese que tanto te molesta porque deja las manos sucias de tinta, y alzas la voz para que alguien te escuche:
La época de las tipografías se acabó; los dueños del diario deberían pensar en sus lectores. 

Después recapacitas, reconoces que la verdad asusta a mucha gente, y este periódico la dice, aunque sea entre mancha y mancha. 
Tomas un sorbo de café, das vuelta a otra hoja y sigues haciendo comentarios en voz alta: 
¡Otra vez subió la gasolina!

Empiezas a despotricar sin que nadie entienda lo que dices. Es maravilloso ver la coincidencia del último sorbo del café de la mañana con la lectura de la última página. Un día te hice la observación y tu cara se iluminó, parecías un niño en medio de una risa interminable. 
En el cuarto pones la radio, un locutor invita a escuchar el bolero «Mucho Corazón». 
¡Esa es del Benny, ese man sí cantaba; nada de pagar para estar arriba!
  Entonces tu voz suena a la par de la del Benny Moré. Cantas mientras te arreglas; te veo haciendo combinaciones entre camisas de determinados colores con pantalones invariablemente oscuros. Con los zapatos no tienes problemas, siempre negros:
 Es que combinan con todo. 

Fue un golpe seco; un único golpe. 
Con elegancia y mirada sugestiva, sales de la  habitación envuelto en agua de colonia, pareces feliz. Vas a tu mesa de trabajo y tomas el maletín, de él puede salir cualquier cosa, desde libros, folios con decretos, investigaciones en borrador, un cepillo de dientes y lo que uno te pida. Abres la puerta de la calle, un viento fresco te da en el rostro. Recitas el Salmo 121 y te despides con una sonrisa. 
En el cuarto el  presentador anuncia una retahíla de productos: 
«Gracias a los cuales podemos llevar a todos ustedes la buena música».

Fueron cinco hombres. 
La mecedora, cómo retumba su silencio. Te veo sentado, con la mirada perdida, quién sabe pensando en qué. Con el sonido incesante del círculo del reloj de pared. Nada dices, pero la alegría ya no está. Los comentarios aromatizados de café enmudecieron, los dueños del diario descansan de tus críticas. Por un momento pareces más viejo. Si algo  pregunto, solo respondes: 
¡Son vainas del temperamento! 

Pero ese mirar por la ventana, las llamadas a horas inoportunas, la corona de flores, las noches que de pronto se hicieron largas, el seguro de vida, la taza de leche caliente para dormir, todas esas cosas hablan por ti.
Te ha crecido la barba, ahora usas sombrero y llevas gafas oscuras, pero en el fondo sabes que son artilugios infantiles. Te miro y actúas como quien tiene todo controlado, hasta ensayas una sonrisa de las de antes. Has perdido peso y volviste al cigarrillo que tanto te costó dejar. ¿Por qué no pones la radio para escuchar boleros? 
Es que ese tipo siempre pone los mismos temas.
                                                    
La puerta se vino abajo. 
Estás cansado, ese trabajo te trae demasiados problemas, y no es por dinero, aunque este no sobra precisamente. ¡Mira las ojeras que tienes!, la cantidad de sueño acumulado se te nota en las arrugas. Ya ni comes, además, insistes en que no pasa nada. Aquí tienes un sobre, parece que murió alguien. ¿Por qué no lo abres?

Faltan cinco minutos para otro año más. 
Tu ropa sigue en su sitio, los zapatos se embolan  cada mes, las sábanas se cambian cada quince días, tus libros están donde los dejaste. Las cartas de tus amigos continúan llegando, si bien no tan a menudo. He recibido mensajes de mucha gente que no conozco; de personas importantes, periodistas de ese periódico que ensucia las manos, notas del extranjero, incluso me tocó espantar a un escritor que quería escribir tu vida. 
El programa de boleros fue sacado del aire; lo cambiaron por uno de sanación milagrera. Aún te escucho cantar las canciones del Benny, y la habitación sigue oliendo a agua de colonia.

Estaban  de civil, dijeron ser del Departamento de Justicia. 
Te levantaron de la cama, te golpearon sin piedad, usaron esposas y te amordazaron con cinta adhesiva. Yo sentí el cañón frío de una pistola y la voz autoritaria que ordenaba silencio o me moría allí mismo. Recuerdo tus ojos fijos y asustados queriéndome decir muchas cosas que todavía no logro entender. Después te sacaron de la casa mientras decían que todo era cuestión de rutina, que por la mañana podía acercarme a las oficinas del Departamento a buscarte.
Apenas se vino el sol, comencé tu búsqueda. Primero el Departamento de Justicia, donde nadie me dio razón de ti; que ellos no actuaban de esa forma. 
Más tarde las comandancias de policía, los hospitales, la morgue, los noticieros, los diarios, las entidades de derechos humanos y desaparecidos. ¡Nada!, te habías hecho bruma.

Allí está la mecedora, quieta, sin el vaivén de tu vida. La casa inmensa, sin la radio, sin el sonido constante de las teclas de tu computador escribiendo memoriales y denuncias. Con tu voz gritando desde quién sabe dónde. 

Maldito sapo, te llegó la hora. 
Aún escucho la voz de uno de ellos. Me dicen que puedes estar muerto, que ya hace mucho tiempo, que es imposible que puedas seguir con vida; para las autoridades solo eres un frío expediente. Pero no puedo dejar de mirar la puerta, de correr al teléfono, de revisar la correspondencia, de abrir gmail, de ver televisión, de estar a la expectativa de que aparezcas por cualquier parte, de esperar…

El reloj da la hora en punto. 
Miro la mecedora congelada en el tiempo, la silla del  escritorio vacía y tu silencio habitándolo todo. Hoy hace exactamente cuatro años que perdí tu rastro.

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© Todos los textos son de propiedad exclusiva de Juan Carlos Céspedes (Siddartha)

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