sábado, 6 de septiembre de 2014

Del libro: Contra toda evidencia, el cuento

El último jacobino

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

El sol apenas entra en la habitación; un simple rayo que le permite escribir en el improvisado escritorio en que ha convertido la bañera. No se siente bien, un picor insoportable lo hace buscar el bálsamo del agua caliente. Allí permanece horas. Cree que el origen de su enfermedad es una infección contraída en las alcantarillas de París, en una de las tantas veces que tuvo que huir para escapar de sus enemigos. Lleva un paño blanco a guisa de turbante, el cual empapa de vinagre para sentir alivio del calor que sube por el cuerpo y se trepa con saña a la cabeza. Hace mucho calor, Simone, su compañera, una de las pocas personas en quien confía, ha llenado la tina con agua, que prueba con la misma mano con la que acostumbra a acariciarle el rostro. Después pone un soporte de madera y lo cubre con una tela verde para que haga las veces de pupitre. Lo más importante es que él esté cómodo y pueda hacer su trabajo. Todo esto lo hace con ternura, ella siente que es su papel para con la causa republicana.

A veces quisiera ser agua para diluirme, tener un poco de reposo; siento que todo es inútil, es como si me hubiera metido en una trampa sin salida... Creo que nací en un siglo enfermo… Esta maldita rasquiña, ni siquiera la ciencia  me ha podido curar... No siento culpa por la muerte del rey, aunque muchos me quieran hacer ver como responsable... Nadie puede estar por encima de la República, y las amenazas de Prusia solo confirmaron el complot del Gordo para acabar con la lucha del pueblo… Ese veintiuno no fue especial para mí, ni siquiera sentí el sabor a vino que tiene la victoria… Sí, desearía ser agua para no sentir, para dormirme y no escribir más… 

Cerca de la tina una caja de madera sin pintar, sobre ella un tintero y unas hojas en blanco. Se recuesta, mueve los dedos de los pies dentro del agua, encuentra cierto placer en este juego solitario. Tiene en su mano derecha una pluma que aún no se decide a meter en el tintero. No se siente inspirado como cuando atacó a La Fayette, en quien veía a un adversario de cuidado. Cierra los ojos, recuerda el mes de mayo cuando volvió de Londres y comenzó su ataque contra la aristocracia, por lo que se vio obligado a esconderse en las catacumbas como si fuese un vulgar delincuente.

En mi vida había sentido tanto silencio... Era el infierno, rodeado de la inmundicia de la ciudad, las ratas mordiendo mis zapatos, el agua asquerosa en mi cuerpo, la fetidez del aire impregnándolo todo... Solo me mantuvo mi fe en la causa y el deseo de castigar a los que quisieron destruirme… Quien ha sobrevivido a las cloacas de París, no puede tener miedo a la muerte…  Debo escribir, el periódico tiene que seguir…, mi salud se deteriora, pero mi mano no tiembla… 

En el respaldo hay un lienzo blanco, así se recuesta y siente la espalda seca, apoya su cabeza y descansa. Por instantes el agotamiento lo vence y se queda dormido con la pluma en el suelo y la hoja en el agua. Entonces comienza de nuevo, con mayor energía para desgracia de sus enemigos. Mete la pluma en la tinta, se queda viendo el líquido viscoso y oscuro. Sonríe al pensar que dentro de esa tinta están ocultos, como en un acertijo, los nombres de las personas que perderán su cabeza en la guillotina. Cierra los ojos, se deja entrar en el agua tibia, es lo que le da reposo a la urticaria que parece quisiera llegarle al alma. Se frota los brazos y se incorpora a la posición inicial, mete su rostro en el agua y aguanta la respiración. Comienza a contar mentalmente, uno, dos, tres, cuatro…., veinte…, treinta… Deja de contar y saca la cara del agua. Su salud no da para más, piensa que le gustaría tener el valor de quedarse allí, de resistir hasta que los pulmones le estallen y todo sea silencio.
La luz que se filtra por la ventana le da en el torso y resalta su piel lechosa. Ha vuelto a tomar la pluma y escribe. Se detiene, lee, reflexiona, mete la pluma en el tintero, la deja escurrir y regresa al papel. Sus ojos brillan igual que aquellos años cuando blandía la palabra como un nuevo tipo de guerrero. Sus adversarios temblaban, especialmente los girondinos que veían en él a un perro de presa. Muchos de sus miembros están encarcelados, esperando juicio los más afortunados, otros, la hora en que la cuchilla los separe de este mundo. Termina una hoja y toma otra, parece en trance, se podría pensar que la luz que brilla en sus ojos es el acero que baja una y otra vez liberando a la patria de conjurados. 

Para qué querrá verme esa mujer, en su carta dice que tiene un secreto, que en mis manos está salvar la Revolución… Creo que soy la única persona cuyo despacho es una bañera... Me causa gracia la cara que pone la gente cuando me visita... No falta el imprudente que me pregunte por esta situación… Que sigan pudriéndose las malas lenguas que culpan a la sífilis... Ni a Robespierre le doy detalles… A Louis David se le ha dado por  pintarme... No podía inventarse otra mejor forma que no fuera metido en el agua… Estos artistas tienen unas ideas… Que no se me olvide pedirle a Simone que compre tinta y papel, me estoy quedando sin material y es mucho lo que falta por hacer... ¿Quién será esta Charlotte? Tendré cuidado, en estos tiempos de rumores y delaciones, hay que aprender a diferenciar las intrigas de la verdad… 

En el improvisado escritorio descansan manuscritos para el periódico y algunas cartas dirigidas a sus amigos, donde les advierte que deben cuidarse, ya que Francia está cundida de conspiradores. El sol de la tarde ha tomado confianza y alumbra un poco más la habitación, él descansa recostado en la bañera, se siente fatigado por la tensión de anotar nombres de gente que sabe morirán en la plaza pública. Tiene los ojos cerrados cuando el sonido de la campana que anuncia las visitas lo saca de su letargo. Escucha pasos que se acercan por las escaleras, se acomoda un tanto y ajusta el turbante para alejar la apariencia de enfermo, en ese momento entra Simone, seguida de una mujer de aspecto agradable.
─Adelante ─dice él─. Tú debes ser Charlotte Corday.

No hay comentarios:

© Todos los textos son de propiedad exclusiva de Juan Carlos Céspedes (Siddartha)

El material de este blog puede ser reproducido citando la fuente y el autor

La otra orilla…
Todos los poetas hablan de ella
Pero no hay otra
Esta es la única.

Te ofrezco mi amistad.

Tres poemas de mi cosecha

Un viaje por la fotografía.

El Oráculo de Sidarzia

Un minicuento