sábado, 27 de septiembre de 2014

Del libro: Contra toda evidencia, el cuento

Un amor conveniente

Por Juan Carlos Céspedes

  Esa mañana se levantó sin ambición, no por carencia de ella, sino porque se había cansado de perder. Ante ello se hizo a la idea de que era mejor no tener ninguna, así se ahorraría frustraciones. Lo primero fue ir al baño a lavarse la cara. Encendió la luz y vio su rostro surcado inclemente por arrugas debeladoras, líneas de expresión muy marcadas, labios demasiado descoloridos para alguien que se consideraba irresistible. Jugó con una mueca de resignación mientras abría el grifo; metió sus manos en el agua, las acomodó haciendo un cuenco y enjuagó su cara. Miró otra vez al espejo, las gotas le corrían hasta deslizarse por su cuello. Se aseguró de llevar el cabello bien atado, tomó una toalla, la pasó con delicadeza por sus mejillas, cerró los ojos y se quedó pensativa. Los abrió de nuevo y volvió a mirarse al espejo, allí estaban todavía esas líneas inoportunas. Chasqueó la lengua frente a la evidencia, no era joven. 

  Entró a la cocina, pulsó el botón para prender la estufa y colocó el recipiente del café. Abrió la nevera, sacó una bolsa de leche, vertió un poco en el trasto de aluminio y la puso a hervir. Se recostó al mesón de madera pulida, se dejó ir a donde la quisieran llevar sus pensamientos. Amaba la fotografía, se consideraba buena, pero no entendía por qué no le reconocían su trabajo, ella, que había investigado tanto, que estudió a los maestros, que se hizo amante de uno de los más famosos pintores del país. Su última exposición fotográfica fue un desastre, las críticas terribles, aún no sabe cómo se mantuvo de pie después de la debacle. Retirar las fotos de la galería fue realmente doloroso, lo hizo sola, su amado pintor nunca estaba cuando más lo necesitaba, aunque a decir verdad, siempre estuvo sola en los momentos importantes de su vida. El sonido de la leche al derramarse la sustrajo de sus reflexiones. Lanzó una maldición al tiempo que trataba de bajar la llama. Tomó un limpiador y procedió a reparar el accidente, se le ocurrió la posibilidad de si hubiera un limpión para la vida. Preparó el café, dispuso dos tostadas con mantequilla y mermelada de naranja. Fue al comedor, pusó la bandeja con su desayuno, caminó a la puerta de la calle, abrió para tomar el diario de la mañana y volvió a entrar. Cerró con cuidado, ya que vivía en un vecindario de gente quisquillosa y solemne; regresó al comedor y cogió su taza para llevársela a la boca. Un sorbo de la bebida caliente, un periódico abierto en la sección cultural, una foto de su pintor sonriendo acompañado de la esposa, una experimentada actriz de televisión, un titular que hablaba de lo bien que le había ido en los salones de New York, y una rabia muy adentro, de saberlo lejos, compartido, y una secreta envidia de sus éxitos. 
  Miró las sillas vacías que algunas veces ocupaba su amante, le entraron ganas de mandarlo al carajo. Suspiró profundo, mordió una tostada, pensó que no debía amargarse, las reglas fueron claras desde el comienzo, nada de celos. Pero ella sentía más celos de sus triunfos artísticos que de la relación con su mujer. Siguió leyendo, allí estaba la crítica nefasta contra su exposición, juzgó que el ataque era personal. Mordió el borde de la taza creyendo que era la tostada, se frenó en seco para pasarse la lengua por los dientes. Fue sufriendo cada palabra, cada frase, cada comentario. Uno podía no gustarle a todo el mundo, pero cuando el dueño de la revista Calidoscopio, la más importante del país, se va en contra tuya, estás perdida. Seguro eran maniobras soterradas de la esposa de su amante, de un tiempo para acá todo era culpa de esa arpía, debía ser eso, no podía ser otra cosa. Había durado casi un año organizando esta muestra fotográfica, cuidando los detalles, las tomas, seleccionando cuidadosamente la temática, los ángulos, refinando la técnica, los montajes, escogiendo los modelos, los sitios, las cosas… ¡Un desastre!

  Sonó el teléfono, seguro era él, mordió la tostada y pasó su lengua por el labio superior donde la mermelada le había dejado una fina capa brillante. ¡Qué se vaya al diablo!, pensó. El aparato siguió repiqueteando un rato más hasta sucumbir a la indiferencia. Se quedó mirando el teléfono, como si fuera otra persona ajena a ella. Puso sus manos en la cara, apoyó los codos en la mesa y se desplomó en llanto; eran lágrimas rabiosas, de soberbia, mezcla de dolor y fracaso. Muy poca gente la había visto llorar, nunca se permitió un momento de debilidad, siempre pendiente de mostrar su lado intelectual, su rostro duro, su faceta de niña terrible, aunque sabía que nada de ello era tan cierto. Otro fiasco más, otra careta veneciana que mostrar, ya se había hecho experta en fingir que nada pasaba. Se secó las mejillas, tomó el periódico y lo tiró lejos…  La noche era calurosa y la luz amarilla de la galería iluminaba los óleos, en la prensa leyó que se trataba de la exposición de un artista de vanguardia, cuyas obras se cotizaban alto en Europa. Lo vio con una copa de vino en la mano, sonriente, convencido, dueño de sí mismo, con esa cara que ponen los que creen que el mundo les pertenece. Se lo quedó mirando, tanto que él lo notó. No era de gran atractivo, pero sintió esa aureola que da la victoria, la misma que quería para sí. Él dijo algunas palabras a quienes lo rodeaban, se excusó y avanzó hacia ella. Comenzaron a hablar de arte, él quedó impresionado por su conocimiento. Sin darse cuenta, o quizás sí, terminaron en la terraza de la vieja casona donde funcionaba la galería. La noche era cómplice, abajo se escuchaban las risas de la gente que ya empezaba a dejar salir el vino. Él la tomó por la cintura y la atrajo hacia su cuerpo, ella se dejó llevar, se besaron mientras las manos de ambos se movían presurosas. La alzó en brazos, la recostó a una pared alejada de la luz, le apartó el interior y le entró decidido, lo sintió ardiendo, golpeándole la pelvis sostenidamente, pensó en la fotografía, su verdadera pasión, le clavó las uñas en la espalda dando un grito ahogado…

  Las cosas no resultaron como había querido, se involucró con un niño grande, más  preocupado en sus propios intereses, siempre sediento de sexo y atención, poco le importaban los asuntos que no fueran  suyos. El reloj de pared anunció las siete de la mañana. Se incorporó de la silla, tomó la bandeja y la llevó a la cocina. Pensaba bañarse y escribir una dura respuesta al dueño de Calidoscopio, le diría que se podía meter la revista por lo más profundo de su apellido. Además, cuando arrojó el diario contra la puerta, había decidido que sus piernas quedaban clausuradas para el pintor.

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