domingo, 17 de mayo de 2015

Cuentos de la memoria

Bosques de piedra

Por Juan Carlos Céspedes
  
Que traían el progreso, dijeron, pero cuando vi el arsenal de hierro y escuché el estruendo que hacían unas máquinas enormes, supe que mentían. Después cayó el primer árbol ―aquel donde los amigos de la cuadra nos sentábamos bajo su fronda a guarecernos del sol de mediodía― y los pájaros volaron enloquecidos ante el ruido de las sierras, y los animales muriendo aplastados por los buldóceres, entendí que nada volvería a ser igual.
Los vecinos se quejaban ante los constructores de que estaban acabando con la naturaleza, pero ellos se defendían diciendo que el impacto sería mínimo, que el proyecto de vivienda estaba diseñado para ser lo más parecido a un parque residencial.

Un día que regreso del liceo, fui directo a nuestro bosque. Me recibió la visión horrenda de un paisaje desolado, hasta la charca donde jugábamos a pescar había desaparecido. Todo era tierra seca y removida, el verde solo quedaba en mi memoria…

El barrilete se hacía puro aire, el nylon se tensaba cuando la brisa de agosto lo zarandeaba ante la mirada asombrada de mi hermano menor que no entendía esa magia tan natural de volar. Sus ojos brillaban de contento, yo hacía un repliegue al hilo con mis manos, sacándole a la cometa unas piruetas para verlo saltar y pedirme que se la diera…
Una tarde de sábado nos visitaban los muchachos de San Javier, tenían fama de peleadores e invencibles. La consigna de mi barrio era hacer respetar la casa; nadie nos humillaría en nuestro campo. El prado era toda una fiesta. Los chicos volaban las paredillas de sus viviendas para ver el partido. Los árboles daban la vuelta completa al terreno de juego, parecían gigantes curiosos por el fútbol. Las aves nos volaban por encima, en esa formación perfecta que tienen al surcar el aire. El balón subía tan alto, bajaba perseguido por nosotros y se escondía en la maleza. Todo el mundo se esmeraba en encontrarlo. Los animales huían veloces al sentir pasos en el monte. Los niños encontraban patillas que nadie había sembrado, ¡y aparecía la pelota burlona para seguir el juego! Después llegaba la tarde y cerraba su cremallera de sol dejando el encuentro en un empate que dirimíamos en una batalla de meloncillos verdes hasta que la noche se nos metía por los ojos…

Mis pensamientos fueron espantados por el brutal ruido del triturado al caer de las volquetas. Los árboles fueron reemplazados por silos, donde era almacenado el cemento. La tierra había sido abierta en zanjas por obreros de mirada lánguida, que a mí me parecieron los guerreros de Atila prestos a conquistar Roma. 
El siguiente sábado, por primera vez en muchos años, no hubo partido. Nuestra cancha sagrada era ahora una gran manzana de tierra yerta y pelada, que alguien había marcado con un poste de madera donde se leía en mala ortografía: «mansana h». 
Nos sentamos encima de unas vigas de concreto, allí quedaba nuestra laguna. Era un mar para nosotros, desde sus orillas partían nuestros barcos de neumáticos de carros y descubríamos países inventados donde nos esperaban chicas de labios de cereza. Conocimos el naufragio en sus olas y nos rescatábamos en medio de la mirada desconfiada de algunas garzas. Ahora se habían llevado el agua. Mi padre me dijo que harían una fuente. Pero yo sabía que no sería lo mismo…

Cualquier día el calendario se quedó sin hojas y donde estuvo alguna vez el paraíso, se alzan descomunales torres de hormigón. Mi padre le comentó a mamá que ese día el señor alcalde vendría con los constructores a inaugurar la nueva urbanización.
Por la tarde todo parecía feria, habían puesto una tarima con algunas sillas y un tipo con micrófono hablaba tonterías. Una banda de músicos tocaba sin parar mientras se pasaban una botella de licor. Había globos de colores en los postes de las farolas, un jardín artificial —no tuvieron tiempo de sembrar plantas ornamentales—  y la bandera nacional que se mecía estéril en el aire. Un cartel fue instalado a última hora, no se podía leer porque lo cubría una tela. 

De pronto llegaron varios autos lujosos, seguidos de hombres armados y algunos policías. Personas que yo nunca había visto comenzaron a aplaudir y a lanzar vivas al alcalde. El locutor hablaba y hablaba del progreso. Después vinieron discursos aburridos y por fin el momento de develar la placa con el nombre del barrio. El señor alcalde, ceremonioso y sonriente, se levantó de su silla, caminó al lugar donde estaba emplazado el letrero, se paró frente a él y con mano temblorosa retiró el lienzo. En letras grandes de bronce se leía: «Bosques de la Circunvalar».
Quedé petrificado. Miré a mi alrededor y un panorama desolador me aguó los ojos. La floresta se había ido, y con ella los pájaros, las tardes de fútbol, los barriletes de agosto, la charca de los sueños de alta mar, las sandías silvestres, el columpiar en los árboles, la aventura de la lluvia y tantas otras cosas que nunca más volverían. Hoy todo es cemento y hierro y un letrero que parece decir: Bosques de piedra.

1 comentario:

NO dijo...

Qué buen cuento, Juan! Es doloroso y real. Me gustó mucho el final, todas las sensaciones de libertad que produjo en mí.

© Todos los textos son de propiedad exclusiva de Juan Carlos Céspedes (Siddartha)

El material de este blog puede ser reproducido citando la fuente y el autor

La otra orilla…
Todos los poetas hablan de ella
Pero no hay otra
Esta es la única.

Te ofrezco mi amistad.

Tres poemas de mi cosecha

Un viaje por la fotografía.

El Oráculo de Sidarzia

Un minicuento