MIS LABIOS TENÍAN EL SABOR DE LAS CEREZAS SALVAJES
Un mediodía, cuando el sol derretía el vidrio de las botellas en el patio, llevaste mi mano a tu falda y diste un inquietante mordisco a mi boca. Después te hiciste a la altura de mi cintura y me liberaste del cierre para hacerme grande con la humedad de tu lengua. Una tibieza me envolvió, mi edad vibraba como otro corazón; mis manos se perdieron en tu cabeza y se hicieron olas en el mar embravecido de tu pelo largo. Mis ojos cerrados, mis ojos abiertos con los tuyos, me pedías silencio para hacerme hombre midiéndome con tu saliva. Descubrimiento de la posibilidad de ir más adentro, más allá de cualquier palabra, correr y correr con un estremecimiento de piernas, de una primera muerte larga y eternamente corta en tu boca y tu quietud de recibir en el instante preciso y ver tu mirada de iniciante sin escurrir nada a la tierra.
Tomaste la punta de tu blusa, la pasaste a mi alrededor secando la última gota. Me guardaste en mi pantalón todavía con el tamaño del asombro. Te pusiste de pie, limpiaste tus rodillas y me besaste como un sello de las próximas citas que vendrían en ese rincón del patio, escondidos del mundo, bajo la sombra cargada del cerezo.
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