jueves, 14 de agosto de 2014

Del libro: Contra toda evidencia, el cuento.

El cerezo siempre florece

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Cuando el señor Yasunari tuvo certeza de la quiebra de su empresa, salió de la  oficina y se dirigió al parqueadero, donde los cerezos entregaban sus flores al viento. Allí se quedó extasiado mirando la lluvia de pétalos bajar como mariposas rosablancas al suelo. Cerró la puerta de su vehículo, que ya había abierto, y dejó su mente vagar emancipada…

Matsuyama, el samurái preferido del shogun Yoritomo, cayó en desgracia. Las intrigas de los nobles lo habían enemistado con su señor. Traición era el cargo, pero lo que más lamentaba fue el carrusel de testigos falsos. Al final solo le quedaba la opción del honor; debía poner fin a su vida. Era imposible seguir viviendo en esas circunstancias.
Hizo llamar a Koreyasu, amigo de siempre, quien vino de inmediato, y le comunicó la decisión: él, como la única persona que aún creía en su honorabilidad, debía asistirlo en el sepuko.
Convinieron la hora, sería al día siguiente, cuando el sol llamase a las ventanas. Koreyasu llegó puntual y al entrar a la habitación del samurái, ya este lucía el traje de guerra. En una mano tenía la espada guardada en su funda color ébano y oro. Lo vio sentado frente a unas tazas de sake, que minutos antes trajera la criada. Lo apremió para que se acercase y le ofreció la bebida. Ambos tomaron un sorbo en silencio. El olor penetrante del incienso totalizaba la habitación. Matsuyama descansaba sentado en el piso mientras su amigo lo hacía en un cojín de seda. Vaciaron sus tazas y después las dejaron en una bandeja de madera; sabían que había llegado el momento. 
Se abrazaron fuertemente entre rostros apretados por las lágrimas contenidas y hablaron de las tantas batallas donde siempre se cuidaron las espaldas. Se separaron, Matsuyama se sentó nuevamente sobre sus piernas, hizo una respiración profunda, desenvainó su catana, que brilló al sol que se filtraba a través del shoji, y se la entregó a su amigo, era la primera vez que alguien diferente a él la tomaba en sus manos. Después sacó una daga, mojó su filosa hoja con sake y miró por última vez por la ventana abierta: las flores del cerezo llovían en el patio…

Yasunari abrió nuevamente el carro y se sentó frente al timón. Aspiró profundo, llevó su mano a la consola y encendió el estéreo. Una música ancestral le trajo las palabras de su padre muerto muchos años atrás: 
«Un hombre puede perderlo todo, menos su honor».

Hundió el botón de la guantera, un revólver quedó ante sus ojos; lo tomó con mano temblorosa y lo acercó a su sien. Las flores del cerezo anunciaban su paso por la primavera de Kyoto…

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