jueves, 6 de noviembre de 2014

Del libro: Contra toda evidencia, el cuento

Amantes

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Aún podía sentir los labios en su cuerpo, entregada, inerme, y el perfume en la habitación, sin dejarle espacio suficiente para su propio olor. Era ajenidad, otra persona impregnándola, desbordada, con palabras que no eran suyas, como sugeridas por esta presencia, sabía que ya no era más ella sola, tendida, ofrecida más de lo posible, un reflejo del deseo, a veces multiforme, otras quebrada, piernas de los nudos, arte, puro arte instantáneo y grabado en la piel. 
Era su decisión, apostada y perdida, suplicada por el enésimo acto, cruel, dictado por la revancha, encima, abajo, como fuere, ruleta girada al azar por esos dedos suaves, avanzando magra, desnuda, simple, como la oscuridad de la noche, como un cuadro hermético y nadie para dilucidar el vacío que la llena, que la empuja, soledad de las piernas alzadas, abiertas, dóciles y profanas, como sea, como quiera, voz en el oído, esclava, caída, pura orden y obediencia. 
Cansada, humillada, se arrastra por su recuerdo, la brisa de la ventana semiabierta en la cara, esa mano adivina, precisa, necesaria, capaz de matarla, placer antagónico del orgullo, un pájaro dispuesto en la palma, en el olvido, desechada, pieza de recambio, y otra es ahora todo lo que es ella, ¿o debería pensar que fue? 
La cama grande, ordenada, inadecuada para ella sola, sin el azote en las nalgas, la mano cerrada sobre su cuello, la asfixia al borde del abismo, sin importa qué tan cerca estuviera el límite, o quedar varada para no volver. Todo por «otra vez más», aunque el accidente de la sangre asusta, sabe que la repuesta será mejor con ese aceite improvisado con olor a hierro. Reconoce sus pezones prisioneros de los dientes, los revive como si en el momento los tuviera encerrados en aquella boca perversa y deliciosa, y se yerguen osados al castigo, abandonada en  el espiral de aquella puerta que se cerró violenta, que estremeció todo el cuarto, y ella corriendo detrás, con el fuete untado de su dolor, para vengar la afrenta de la interrupción, castigar la insolencia de la renuncia, desnuda más allá del umbral, todavía con los olores desbordados recorriéndola, como un aura quemando las paredes, y los senos vindicativos por más boca, más diente, más sacar de ella misma. 
Arroja el látigo a la cama, en ese deponer la intención, sabiendo que podría ser otro adiós de los tantos hasta luego que han marcado su cuerpo.  Cierra la puerta con fuerza y se deja caer llorosa, rodillas encogidas, cara resguardada entre sus manos, entregada al piso, baldosa fría que la estremece y sabe que no puede, no quiere olvidar esa pasión mucho más poderosa que cualquier sentimiento que haya podido experimentar. 
Se levanta, entra al baño y abre la llave, cabello mojado, agua y lágrima, se irá por ahora, piensa, volverá, sabe que volverá, y ella estará esperando, pero segura de que algún día, por fin, terminará excluida…
       —¡Vanina! ¿Qué haces allí acostada? Arréglate, tienes a todos esperando para tu boda.

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