Cuando la luna no cabe en la ciudad y el reloj da la hora veinticinco, Coca Cola invita a sus adictos a ser felices con su receta colgada en lo alto de la última frontera construida.
Los carros van vomitando ojos pintados y pestañitas obsoletas, descubiertas hace cuarenta años por Alice Cooper:
Sale flaco y desgarbado de un ataúd, con una boa cansada de la misma rutina, que cualquier día se lo comerá entero, mientras un brasier sucio le cae pleno en la cara en el momento de agarrar un micrófono y caminar con sus botas militares de sargento muerto, las mismas con las que huyó Mussolini antes de ser ahorcado con su amante, y cigarrillos ultra encendidos por el postrer éxito punk…
Hamlet es un tonto que duda entre ser éxtasis o whisky, y cerveza sin racismo, que las negras también saben usar la boca pintada de café o rojo, o cualquier perfume de Carolina Herrera.
El dinero no es problema, solución fácil de ser padres y mandar a esos inútiles que no dejan follar tranquilo, o ver los programas de muerte súbita, o apremian las acciones de la bolsa de valores un tiro en la cabeza. Coca Cola sabe y se toma a la gente de un sorbo:
Alice Cooper se lleva la taquilla, la boa y el brasier sucio para su museo personal.
Cuando las calles quedan vacías todos los destinos quedan cruzados por un disparo que se escuchó en la madrugada.
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