El samaritano
Por Juan Carlos Céspedes Acosta
La calle es un cementerio de suicidas. Lo ves
en sus ojos, hay en ellos una sombra de muerte, es como si supieran que no
valen nada, que nada les espera, pero tienen miedo de tomar la ansiada decisión
de acabar con sus vidas. Quizás tanto infierno pregonado, tanto castigo en el
más allá, exceso de sermones y admoniciones los llena de pavor. Van raudos por
el borde de la cornisa, rozando el precipicio, ese que los llama con nombre
propio, que sabe que lo invocan en sus cobardías. Porque el vacío sabe que
renunciaron, que comprendieron que no irían a ningún lado, por eso van con los
ojos cerrados, para caer y morir en un accidente, conocen su escaso precio, ese
que lo social pone en cada uno, y ellos lo creyeron, lo llevan cosido a la
piel. Buscan callados, resignados, una mano compasiva que los saque de esta tragedia
y les quite la carga; alguien que les tronche la vida. En un mundo sin
esperanzas, nadie les entiende sus miradas afligidas, no hay quién sepa leer
sus gritos de ayuda, de muerte, de súplica para que los liberen del peso de
este yugo. Yo sí, los entiendo, los descifro, leo sus pedidos de auxilio. Y los
voy ayudando uno a uno. Los veo, los sigo y escojo la forma de mejor ayudarlos
para que no sufran más. Los empujo desde la cornisa, que los reciba el vacío
que desean, que no vegeten más, que no se arrastren por la tierra que los
supera, que se deshagan de sus miserias. Y caen agradecidos con sus ojos espantados
por el favor inesperado, a veces sorprendidos de que alguien pudiera comprenderlos,
cuando ya estaban resignados a padecer su inutilidad durante una larga vida.
Algunos se quisieron arrepentir, pero me aseguré de que no lo hicieran a
tiempo, que respetaba su momento de duda, pero era necesario terminar con el
deseo. Yo también iba así por la vida, sin objetivo, un inservible más, sin
embargo, ellos me enseñaron mi misión en la tierra y les estoy agradecido.
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