domingo, 27 de junio de 2021

He visto morir a un ángel


He visto morir a un ángel

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

No sé quién inventó lo de las alas, eso fue algo que nunca me convenció; una especie de hombre pájaro era un absurdo. Pero este no tenía alas ni rastro de haberlas tenido. Estaba casi desnudo, solo vestía la parte de abajo de un piyama. Sus ojos eran muy limpios y pude ver en instantes su corta vida, toda ella llena de la imposibilidad de maldad alguna. Miraba desde el borde del precipicio, sabía que aun sin alas no caería al abismo, él lo sabía, yo solo intuía por su transparencia de alma; es que no puede haber ningún lugar de horror para quien no tiene concepción de perversidad. Lo vi correr tras los niños que se divertían por su cara de gnomo, de las risas que le nacían de verlos reírse de él, porque jamás comprendió que los niños también pueden ser crueles, y se cansaba pronto ya que era una odisea cargar su propio peso. Así que los pequeños lo dejaban que tomara aire mientras preparaban de nuevo su arsenal de burlas. Pero ese día no los persiguió, se devolvió a casa con paso más lento que de costumbre, los niños lo vieron alejarse desconcertados, eso no hacía parte de «las reglas del juego». Le gritaron, pero no volvió la cara, se dirigió paquidérmico a su hogar. El hermano mayor vino a su encuentro, no era normal ese abandono a la rutina de perseguir a sus amiguitos. Lo tomó de la mano y ayudó a entrar a casa justo en el momento en que se desplomaba por algo que no conseguía explicar con su escaso lenguaje, solo alzaba su pulgar, pero no, no estaba bien. Aparecieron dos hermanas y entre los tres y el padre que salía de un cuarto lo subieron a un viejo Chevrolet. 

Exámenes de toda clase y ahí estaba el primer y único ángel que vería en mi vida, rodeado de cables y con una mascarilla de oxígeno, aferrado débil a este lado de la vida. Su hermana le preguntaba cómo se sentía, él, entre risueño y confundido por tanta atención, alzaba la mano libre de la dextrosa y pulgar arriba daba su respuesta inocente, pero su pecho era un constante bajar y subir acelerado. Vi cómo un riachuelo de plata se iba escurriendo de sus ojos, no eran lágrimas, porque estaba demasiado tranquilo en medio de la agonía, era la vida misma que se le iba lenta, sin prisa, con una simpleza propia de quien nada teme. De nuevo examiné en su espalda vestigios de alas, miré al piso, quizás alguna pluma me daría una pista, ¡nada! Un silbido incesante me sacó de mi búsqueda, era su respiración agónica, su esfuerzo por llevar aire a sus pulmones. Y de nuevo la pregunta de su hermana, él, con ojos vidriosos y compasivos al ver a su familia derrumbada, alzó su pulgar de despedida y se quedó fijo en un punto del tiempo. El ambiente se llenó de gritos, yo me acerqué a la camilla y dudé en bajarle los párpados, su inocencia me traspasaba para siempre. Mientras cerraba sus ojos, sentí que su pulgar me abría los míos. Esa noche al finalizar la guardia, escribí en mi reporte: Hoy he visto morir a un ángel.     

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