miércoles, 17 de noviembre de 2021

Las lluvias de la infancia

 

                                                         Las lluvias de la infancia                                                                            

A  Roberto y Enoe, héroes definitivos.

            Pequeños animales caminaban el zinc, los podías imaginar con sus diminutas patas corriendo los surcos del techo. A veces daba miedo, quizás por la terrible oscuridad. El viento levantaba las cortinas y hacía figuras siniestras con ellas, tú te quedabas quieto para que pensaran que no había nadie. De pronto la habitación se hacía azul; un azul que no tenías en la paleta de acuarelas, y era  pavoroso de veras.

            Los pantalones de la escuela cobraban vida, cerrabas los ojos para no verlos bajar por las paredes con la intención de agarrarte los pies. Era el momento de esconderse debajo de las cobijas, donde no pudiesen llegar sus garras. Sin embargo, la curiosidad, esa necia que nos acompaña siempre, te hacía mirar justo cuando la voz estruendosa del cielo removía la casa, y otra vez a la guarida segura de la cama. Entonces las oraciones que te salvasen de la pesadilla, las manos juntas como te enseñaron, en el preciso instante en que una fuerte corriente de aire llevaba las cortinas hasta lo alto, para que vieras el árbol convertido en gigante hambriento queriéndose meter por la pequeña ventana, solo quedaba pegarse a la pared, que nunca entendió nada y seguía indiferente a tu silencioso llamado de auxilio.

            Continuaban cayendo cosas en el techo, era imposible contar esa infinidad de puntos suspensivos que hacían su faena sobre la casa. Temblabas y no sabías si podía más el miedo o el frío. En tu propia penumbra de sábanas creías estar a salvo de las tinieblas del cuarto, pero el lamparazo que entraba lo inundaba todo y aun se metía por tus ojos cerrados, ya que podías sentir dos linternas que te iluminaban por dentro.    Volvías a mirar que las cosas estuvieran en su lugar, que nada hubiera sido robado por los monstruos. Comprendías que estaban es su puesto, mas simulaban tener vida propia y nada era lo que parecía. Que la camisa no era una camisa, la toalla era cualquier otra aparición. Vivías un mundo nuevo, donde eras intruso de último segundo. Pedías que acabase pronto y le dabas con más ganas a la oración, que te sabías poco, porque eras fatal en religión, siempre te castigaban quedándote una hora más con la profesora, la que no sabía que la risa existía. Entonces pensabas lo importante de tener aliados en el cielo, pues nadie escuchaba tus ruegos atropellados e incompletos y antes, por el contrario, una rama desprendida hacía un infierno con sus hojas terminando con la poca valentía que tenías.

            El grito que pegabas lo silenciaba todo y venían tus padres a rescatar lo que de ti quedaba. Seguro verían a esos engendros que habían atravesado las paredes, levantado las cortinas y traído el pánico a tus huesos. Sorprenderían a los uniformes del colegio queriéndote atrapar, al espíritu del roble que te buscaba con sus largos brazos. Encendían la bombilla y te dabas cuenta de que funcionaba mejor que los rezos; las cosas quedaban sorprendidas y se hacían las ingenuas ante el poder infalible de los padres. Te quitabas de encima la armadura donde estabas escondido, sabías que había llegado tu momento de demostrar el valor del que tanto hablaba el profesor de historia.

            Un ruido terrible lo descomponía todo de nuevo, la oscuridad se metía hasta los dientes y otro grito, que no parecía tuyo, respondía automático al silencio que se sucedía. La luz de una linterna te devolvía la vida. Salían de la habitación rumbo a la sala, en busca de una vela que encender. Ellos revisaban ventanas y puertas, tú, sentado como en un juicio, mirabas el ritual de colocar trapos debajo de la puerta para que no entrase el agua, desconectar los aparatos eléctricos para protegerlos de los sables que partían la noche, de poner vasijas de cocina a las goteras tercas que se metían, y los veías caminar con seguridad las habitaciones donde tú, por nada del mundo entrarías. Luego ella se sentaba a tu lado, mientras él seguía inventándose trucos para salvar la casa, y sabías perfectamente que nada podría hacerte daño jamás si estabas con ellos.

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