Prólogo
Estoy convencido de que el poeta nace, y también sé que está afirmación no tiene nada de novedosa, que de vieja data son las posiciones en pro y contra de esto, pero de mi parte tomo partido por la génesis del bardo desde su llegada a la vida. Que una persona se construya —a través de ingentes esfuerzos de estudio y lecturas— una carrera “exitosa” en el arte escritural, no la valida como poeta, a pesar de que pueda dominar la teoría, ciertas técnicas creativas y algunos trucos de construcción de versos o geniales líneas, sin embargo, le hace falta lo más importante: la sensibilidad única y el don de la videncia, que es esa capacidad del poeta de profundizar en el sentir propio y ajeno, de la visión general del todo intuitivo, de la empatía social, de lanzar a la rosa de los vientos las voces totales del universo, de lo humano y de su propia intimidad como gran acto comunicativo que lo trascienda y que cualquiera pueda hacer suyo.
El talento es innato, no lo dudo, pero es del poeta que recibió este privilegio —algunos lo consideran lo contrario— hacer honor a ello, en el sentido de prepararse enriqueciendo su acervo cultural, manejo de las palabras, gramática, etc., para convertir en arte su trabajo literario, porque la capacidad creativa es natural como el diamante en bruto, mas el arte lo hace el alma humana, que es quien toma esa piedra burda y le da con su conocimiento y sensibilidad las preciosas líneas luminosas del brillante, la cual gema quedará lista para grandeza de la humanidad, incluso más allá de los tiempos.
A
Héctor Lorza lo conocí cierta mañana de taller literario, donde lo escuché con
cuidado, porque antes de centrarme en las palabras de un poeta que oigo por
primera vez, estoy más atento a percibir si en su obra se agita su alma, que es
lo que distingue a un bardo de un fabricante de versos. Porque en mi
consideración, en la creación de un autor verdadero siempre va parte de su
vida, sea que el hecho poético verse de su persona, o en su especial sentir
social sea capaz de hacerse a la piel del semejante y compartir sus emociones.
Después lo seguí con mayor atención, convencido de que sí estaba frente a un poeta de gran sensibilidad, de una capacidad para la metáfora, el símil y demás figuras literarias que buscan ir más allá de donde el lenguaje nos permite llegar, porque la poesía siempre nos desborda y debemos acudir a todas las herramientas necesarias para transmitir lo que nos es menester.
En Versos de amor y odio, poemario de Héctor Lorza, que tengo el privilegio de prologar, discurre prácticamente todo lo que a un ser humano le puede acontecer, lo cual nos indica que estamos en presencia de un hombre con una experiencia de vida riquísima, con todo lo que ello pueda significar, y esto hace que el hecho poético esté signado por lo genuino, lejos de la vivencia artificial, de los juegos de abalorios verbales que pretenden un impacto farandulero pero carente del fuego de la vida. Héctor es un poeta que no se guarda, que no teme al señalamiento ni a la posible censura de los severos críticos —siempre dispuestos a despedazar a quienes no entran en los cánones por ellos determinados—; es imaginativo, onírico, con trazos que juegan a ser candorosos, pero producto más de una ternura extrema que de una ingenuidad manifiesta. Es un ser que padece de una dermis sin armadura, que sufre y se resiente del a veces torvo actuar humano, ese que ha convertido la vida en una jungla, sin embargo, el poeta sale limpio y avante de toda esta crudeza y sigue con las ganas de aportar su fe y sus letras para hacer de esta vida un mundo mejor.
En este libro, escrito en versos y prosa poética, con notables construcciones luminosas dignas de resaltar, hallarás las dos orillas, como ya lo promete el título: Versos de amor y odio, sin duda los rostros más palmarios de la existencia, los cuales el autor explora con total honestidad, sin temor alguno, sin importarle los riesgos y peligros de ser él sin cortapisa ni condicionamientos insoportables para un bardo genuino y en crecimiento, consecuente con el don recibido, y convencido de su responsabilidad para con su propio arte, como debe ser de un poeta.
Juan
Carlos Céspedes Acosta
Cartagena del Caribe, 16 de agosto de 2024
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